Evangelio del 7 de agosto 2024 Mateo 15, 21-28
En aquel tiempo, Jesús se retiró a la comarca de Tiro y
Sidón. Entonces una mujer cananea le salió al encuentro y se puso a gritar:
"Señor, hijo de David, ten compasión de mí. Mi hija está terriblemente
atormentada por un demonio". Jesús no le contestó una solo palabra; pero
los discípulos se acercaron y le rogaban: "Atiéndela, porque viene
gritando detrás de nosotros". Él les contestó: "Yo no he sido enviado
sino a las ovejas descarriadas de la casa de Israel".
Ella se acercó entonces a Jesús y postrada ante él, le dijo:
"¡Señor, ayúdame!" Él le respondió: "No está bien quitarles el
pan a los hijos para echárselo a los perritos". Pero ella replicó:
"Es cierto, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen
de la mesa de sus amos". Entonces Jesús le respondió: "Mujer, ¡qué
grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas". Y en aquel mismo instante
quedó curada su hija.
Reflexión
Este pasaje, en el que Jesús podría parecer como una persona
dura y racista, nos da una gran lección a todos los que, como los judíos de su
tiempo, piensan que por pertenecer al "pueblo escogido", tienen
privilegios ante Dios; más aún, que basta la pertenencia al "pueblo"
para alcanzar la salvación definitiva.
Jesús muestra con toda claridad que, aunque su misión se
concretó al pueblo de Israel, lo que hace que los hombres formen parte del
pueblo, no es la raza, sino la fe. Es destacable que, tanto en este pasaje,
como en el del centurión romano, Jesús exclama: "qué grande es tu
fe". Lo importante no es, entonces, simplemente el hecho de ser
bautizados, sino el hecho de que la fe en Cristo, como Dios y Señor, se
manifieste a los demás.
Fe que debe ser patente en una relación amorosa y confiada
en la providencia de Dios y, al mismo tiempo, en caridad y misericordia para
con los que nos rodean. De nuevo se retorna a aquella expresión de Jesús:
"No todo el que me diga Señor, Señor se salvará, sino los que hacen la
voluntad de Dios". Si verdaderamente nosotros creemos que Jesús es Dios y
Señor, nuestra vida debe testimoniarlo.
Al mismo tiempo, como lo ha afirmado el Concilio Vaticano
II, debemos reconocer que el Espíritu actúa de un modo que sólo él conoce en
las almas de todos los hombres (GS 22), por lo que no podemos despreciar ni
juzgar a ninguno de nuestros hermanos que no profesan nuestra misma fe.
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