Un día en que Jesús, acompañado de sus discípulos, había ido a un lugar
solitario para orar, les preguntó: "¿Quién dice la gente que soy yo?"
Ellos contestaron: "Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que
Elías; y otros, que alguno de los antiguos profetas, que ha resucitado”. Él les
dijo: "Y ustedes, ¿Quién dicen que soy yo?" Respondió Pedro: "El
Mesías de Dios". Entonces Jesús les ordenó severamente que no lo dijeran a
nadie. Después les dijo: "Es necesario que el Hijo del hombre sufra mucho,
que sea rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, que
sea entregado a la muerte y que resucite al tercer día".
Reflexión
Este momento marca un giro en el ministerio de Jesús. Hasta aquí, ha
sanado, enseñado, alimentado multitudes… pero ahora invita a sus discípulos a
mirar más allá de los milagros y reconocer su identidad profunda. Pedro
responde con fe: “Tú eres el Mesías de Dios”. Es una confesión poderosa, pero
Jesús inmediatamente la matiza con una revelación desconcertante: el Mesías
sufrirá, será rechazado, morirá y resucitará.
Este contraste entre gloria y sufrimiento nos confronta con una verdad
esencial del cristianismo: el camino de Dios no siempre coincide con nuestras
expectativas. El Mesías no viene con espada, sino con cruz. No conquista por
fuerza, sino por amor sacrificial.
Vale la pena preguntarnos ahora ¿Quién es Jesús para mí hoy? No basta
con repetir lo que otros dicen. La fe se vuelve real cuando respondemos
personalmente.
¿Estoy dispuesto a seguir a un Mesías que sufre? La cruz no es solo
símbolo de redención, sino también de camino. Seguir a Cristo implica abrazar
el dolor del mundo con esperanza.
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