«Lo mismo que el oro se esconde en la tierra, así el sentido divino se
oculta en las palabras humanas. Por eso, siempre que se nos proclama la palabra
evangélica, debe la mente ponerse alerta y el ánimo prestar atención, para que
el entendimiento pueda penetrar el secreto de la ciencia celeste. Digamos por
qué el Señor comienza hoy con estas palabras: Tened cuidado. Si tu hermano te
ofende, repréndelo; si se arrepiente, perdónalo. ¡ánimo, hermano! Te lo manda
Dios: perdona, perdona los pecados; sé misericordioso ante el delito, perdona
los agravios de que has sido objeto, no pierdas ahora los poderes divinos que
tienes; todo lo que tú no perdonares en otro, te lo niegas a ti mismo en otro.
Repréndelo como juez, perdónalo como hermano, pues unida la caridad a la
libertad y la libertad fusionada con la caridad expele el terror y anima al
hermano: cuando el hermano te hiere está febricitante, cuando delinque está
enfurecido, está fuera de sí, ha perdido todo sentimiento de humanidad: quien
no acude en su ayuda por la compasión, quien no le cura mediante la paciencia,
quien no le sana perdonándolo, no está sano, está malo, enfermo, no tiene
entrañas, demuestra haber perdido los sentimientos humanitarios. El hermano
está furioso, achácalo a enfermedad: tú ayúdalo como a hermano; todo lo que
haga en semejante situación ponlo en el haber de la fiebre, y lo ocurrido no
podrás imputarlo al hermano; y tú prudentemente echarás a la enfermedad la
culpa y al hermano, el perdón; de esta suerte, su salud redundará en honor tuyo
y el perdón te acarreará el premio» (San Pedro Crisólogo [380-4501. Sermón
139).
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