«No te seduzca la felicidad de quien se vestía de púrpura y banqueteaba
a diario. Era orgulloso, impío; pensaba en cosas vanas y las deseaba. El día en
que murió murieron sus pensamientos. Había a su pueda cierto mendigo de nombre
Lázaro. Calló el nombre del rico e indicó el del mendigo. Dios calló el nombre
tan pregonado del primero; sin embargo, dio a conocer el del segundo,
silenciado por todos. No te extrañes. Dios leyó en alto lo que encontró escrito
en su libro. Pues de los impíos está dicho: No serán inscritos en tu libro. Del
mismo modo, cuando los Apóstoles se gloriaban de que en el nombre del Señor se
les sometían los demonios, para que no se ensoberbecieran ni se jactaran de
ello como los hombres, aunque se trataba de un hecho tan grande y de un poder
tan notable, les dijo: No os alegréis de que los demonios se os sometan,
alegraos más bien de que vuestros nombres están escritos en el cielo. Dios,
morador del cielo, silenció el nombre del rico porque no lo halló escrito en el
cielo; mencionó el del mendigo porque lo halló escrito allí; más aún, mandó que
se escribiese. Pero mirad ahora al mendigo. A propósito de los pensamientos del
rico impío, ilustre, que vestía púrpura y lino y banqueteaba a diario
espléndidamente dije que con su muerte perecieron todos. En cambio, el mendigo
Lázaro estaba a sus puertas, lleno de úlceras, pero venían los perros y lamían
sus llagas. Aquí te quiero ver, cristiano: se ha expuesto cómo acabó uno y
otro. Dios es poderoso para dar al cristiano la salud en esta vida, para
sacarlo de la pobreza y para concederle lo necesario; y con todo, si la
realidad fuese otra, ¿qué elegirías: ser como el pobre o ser como el rico? No
te dejes engañar: escucha cuál fue el final de ambos y advierte cuál es la
opción equivocada» (San Agustín [354-430]. Comentario al Salmo 1 45, 2).
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