«Si conservas en tu cuerpo el templo de Dios, si tus miembros son
miembros de Cristo, lucirán tus virtudes, que nadie conseguirá apagar, a menos
que las apague tu propio pecado. Resplandezca la solemnidad de nuestras fiestas
con esta luz de mente pura y afectos sinceros. Brille, pues, siempre tu
lámpara. Reprende Cristo incluso a los que, sirviéndose de la lámpara, no
siempre la utilizan, diciendo: Tened ceñida la cintura y encendidas las
lámparas. No nos gocemos eventualmente de la luz. Se goza eventualmente el que
en la Iglesia escuchó la palabra y se alegra; pero en saliendo de ella se olvida
de lo que oyó y no se preocupa más. Éste es el que deambula por su casa sin
lámpara; y, en consecuencia, camina en tinieblas, el que se ocupa de
actividades propias de las tinieblas, vestido de las vestiduras del diablo y no
de Cristo. Esto sucede cada vez que no luce la lámpara de la palabra. Por
tanto, no descuidemos jamás la palabra de Dios, que es para nosotros origen de
toda virtud y una cierta potenciación de todas nuestras obras. Si los miembros
de nuestro cuerpo no pueden actuar correctamente sin luz -pues sin luz los pies
vacilan y las manos yerran-, ¿con cuánta mayor razón no habrán de referirse a
la luz de la palabra los pasos de nuestra alma y las operaciones de nuestra
mente? Pues existen también unas manos del alma, que tocan acertadamente, como
tocó Tomás las señales de la resurrección del Señor, si nos ilumina la luz de
la palabra presente. Que esta lámpara permanezca encendida en toda palabra y en
toda obra. Que todos nuestros pasos, externos e internos, se muevan a la luz de
esta lámpara» (San Ambrosio [c. 340-3971. Comentario al salmo 118. Sermón 14, 1
1-13).
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