«Cristo, exactamente el quinto
día de la semana, se sentó a la mesa con sus discípulos, y mientras cenaba,
dijo: He deseado enormemente comer esta comida pascual con vosotros antes de
padecer. En realidad, aquellas Pascuas antiguas o, mejor, anticuadas, que había
comido con los judíos, no eran deseables; en cambio, el nuevo misterio de la
nueva Alianza, de que hacía entrega a sus propios discípulos, con razón era
deseable para él, ya que muchos antiguos profetas y justos anhelaron ver los
misterios de la nueva Alianza. Más aún, el mismo Verbo, ansiando ardientemente
la salvación universal, les entregaba el misterio, que todos los hombres iban a
celebrar en lo sucesivo, y declaraba haberlo él mismo deseado. La pascua
mosaica no era realmente apta para todos los pueblos, desde el momento en que
estaba mandado celebrarla en lugar único, es decir, en Jerusalén, razón por la
cual no era deseable. Por el contrario, el misterio del Salvador, que en la
nueva Alianza era apto para todos los hombres, con toda razón era deseable. En
consecuencia, también nosotros debemos comer con Cristo la Pascua, purificando
nuestras mentes de todo fermento de malicia, saciándonos con los panes ázimos
de la verdad y la simplicidad, incubando en el alma aquel judío que se es por
dentro, y la verdadera circuncisión, rociando las jambas de nuestra alma con la
sangre del Cordero inmolado por nosotros, con miras a ahuyentar a nuestro
Exterminador Y esto no una sola vez al año, sino todas las semanas. (.. Cada
domingo somos vivificados con el santo Cuerpo de su Pascua de salvación, y
recibimos en el alma el sello de su preciosa sangre» (Eusebio de Cesarea [c 265
- c 339] Tratado sobre la solemnidad de Pascua).
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