Resulta impresionante constatar
que durante el Domingo de Ramos haya una participación multitudinaria de todos
los fieles católicos. Millones de personas en todo el mundo acuden a las
Iglesias para participar de la celebración de este gran día con mucha fe y
devoción. En nuestro país es muy común que la gente lleve su palmita, arreglada
muy estéticamente, a bendecir a la parroquia o capilla para luego colocarla
detrás de la puerta, o en un lugar estratégico a fin de protegerse contra los
desastres, los malos espíritus y otras calamidades.
Si nos ponemos a reflexionar
sobre el significado de la palma bendita, podremos descubrir el sentido
profundo que tiene el Domingo de Ramos. Antiguamente, los vencedores de
batallas y combates eran recibidos con palmas y laureles, en señal de júbilo
por su victoria.
En esta misma forma una gran
muchedumbre recibió en la entrada de Jerusalén a Jesús, quien iba montado en un
burrito, acompañado por sus discípulos. Aquel gentío, lleno de júbilo por la
llegada de ese hombre que consideraban el Mesías, es decir, el libertador del
pueblo judío ante la dominación de los romanos no dejaba de gritar: ¡Hosana al
Hijo de David!, ¡bendito el que viene en nombre del Señor!, ¡hosana en el
cielo! Y querían proclamar a Jesús como rey.
Sin embargo, Jesús, que se
dirigía a Jerusalén para culminar su misión salvífica, tenía muy en claro que
marchaba a la victoria total, al éxito definitivo, pero por un camino muy
distinto al que la gente buscaba. Llegaba a esta ciudad, no para ser coronado
rey, ni tampoco para dar muestras de su poder, ni mucho menos para sublevar a
la multitud frente al poder opresor, sino para entregar su vida por la
salvación de todos los hombres, padeciendo el tormento de la cruz, siendo
rechazado, olvidado y humillado, cargando con el peso de todas nuestras culpas,
en total y radical obediencia al Padre, confiando plenamente que Él no lo
abandonaría al poder de la muerte. Y en efecto, al tercer día resucitó,
venciendo a la muerte y al pecado.
En conclusión, las palmas
benditas nos sirven, no tanto para utilizarlas como un amuleto, sino para
aclamar a Jesucristo cómo nuestro Rey y Salvador, que aceptó pasar por el
suplicio de la cruz para darnos la vida eterna. Nos recuerdan, por otro lado,
que también nosotros debemos tomar nuestra cruz de cada día y seguirle
fielmente, para poder recibir el premio de la gloria en el Reino de su Amor.
Pbro. Victor J. Núñez R.
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