En aquel tiempo, había una profetisa, Ana, hija de Fanuel,
de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana. De joven, había vivido siete
años casada y tenía ya ochenta y cuatro años de edad. No se apartaba del templo
ni de día ni de noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. (Cuando José y
María entraban en el templo para la presentación del niño), se acercó Ana,
dando gracias a Dios y hablando del niño a todos los que aguardaban la
liberación de Israel.
Una vez que José y María cumplieron todo lo que prescribía
la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba
creciendo y fortaleciéndose, se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba
con él.
Reflexión
La alegría del nacimiento de Cristo tiene que ser una
noticia de salvación para todos los que se encuentran prisioneros por el
pecado, la desesperación, la angustia, el temor y el miedo.
De la misma manera que Ana, la profetisa, comenzó a hablar
de Jesús, nosotros también debemos compartir con los demás la alegre noticia de
que Jesús es una realidad en nuestra vida y en nuestro mundo; que él es la
única oportunidad que tiene el hombre para ser feliz, pues solo en él esta la
Vida, la paz y la perfecta armonía interior.
No podemos quedarnos con esta noticia solo para nosotros;
quien ha conocido a Jesús, debe anunciarlo a los demás. Tú y yo somos los
nuevos profetas de Cristo, no tengamos miedo ni vergüenza de hablar de Jesús a
nuestros amigos y compañeros.
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