«No se sabe que el Señor mandara a los sacerdotes a otros, a quienes
había concedido beneficios corporales, sólo a los leprosos. Y es que el
sacerdocio de los judíos figuraba el sacerdocio que está en la Iglesia. Los
demás vicios los sana y corrige interiormente el Señor mismo, en la conciencia;
mientras que el poder de administrar los Sacramentos y el de la predicación, ha
sido concedido a la Iglesia. Cuando los leprosos iban, quedaron limpios, porque
los gentiles, a quienes vino san Pedro, no habiendo recibido aún el sacramento
del Bautismo, por el cual se viene espiritualmente a los sacerdotes, son
declarados limpios por la infusión del Espíritu Santo. Por lo tanto, todo el
que se asocia a la doctrina íntegra y verdadera de la Iglesia, aunque se
manifieste que no se ha manchado con el error, que es como la lepra, será, sin
embargo, ingrato con el Señor, que lo cura, si no se postra para darle gracias
con piadosa humildad, y se hará semejante a aquellos de quienes dice el Apóstol
(Rm 1, 21), que, habiendo conocido a Dios, no le confesaron como tal, ni le
dieron gracias. Estos tales, pues, como imperfectos, serán del número nueve, porque
necesitan de uno más para formar cierta unidad y ser diez. Y aquel que dio
gracias fue alabado porque representaba la unidad de la Iglesia. Y como
aquéllos eran judíos, se declaró que habían perdido por la soberbia el reino de
los cielos, en donde la unidad se conserva principalmente. En cambio, éste, que
era samaritano, que quiere decir custodio, dando lo que había recibido a Aquel
de quien lo recibió, según las palabras del Salmo (Sal 58,10): "Guardaré
mi fortaleza para ti", conservó la unidad del reino con su humilde
reconocimiento» (San Agustín (354-430). De quaest Evang. 2, 40).
miércoles, 8 de octubre de 2025
EN COMUNIÓN CON LA TRADICIÓN VIVA DE LA IGLESIA 20251012
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