En aquel tiempo, Jesús fue a Cafarnaúm, ciudad de Galilea, y los
sábados enseñaba a la gente. Todos estaban asombrados de sus enseñanzas, porque
hablaba con autoridad. Había en la sinagoga un hombre que tenía un demonio
inmundo y se puso a gritar muy fuerte: "¡Déjanos! ¿Por qué te metes con
nosotros, Jesús nazareno? ¿Has venido a destruirnos? Sé que tú eres el Santo de
Dios". Pero Jesús le ordenó: "Cállate y sal de ese hombre".
Entonces el demonio tiró al hombre por tierra, en medio de la gente, y salió de
él sin hacerle daño. Todos se espantaron y se decían unos a otros: "¿Qué
tendrá su palabra? Porque da órdenes con autoridad y fuerza a los espíritus
inmundos y estos se salen". Y su fama se extendió por todos los lugares de
la región.
Reflexión
Jesús entra en Cafarnaúm y enseña en la sinagoga. No es solo un maestro
más: su palabra tiene autoridad, y esa autoridad no es meramente intelectual,
sino espiritual, transformadora.
En medio de la asamblea, un hombre poseído por un espíritu impuro
grita: “¡Sé quién eres: el Santo de Dios!”
Este momento revela algo poderoso: los demonios reconocen a Jesús antes
que muchos humanos lo hagan. El mal no puede resistir la presencia de lo Santo.
Jesús no dialoga ni negocia. Él ordena: “¡Cállate y sal de él!” y el espíritu
obedece. No hay espectáculo, no hay violencia. Solo la fuerza de una palabra
que sana y libera.
Jesús no necesita gritar ni imponer. Su autoridad viene de su unión con
el Padre.
Cuando vivimos en gracia, nuestra sola presencia puede incomodar lo que
no es de Dios. ¿Somos luz que incomoda a las tinieblas?
El demonio reconoce a Jesús como “el Santo de Dios”. ¿Reconocemos
nosotros su santidad en nuestra vida diaria, o lo reducimos a una figura
decorativa?
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