«Sigamos, pues, los caminos que él nos mostró, sobre todo el de la
humildad, en que él se convirtió para nosotros. En efecto, él nos mostró el
camino de la humildad con sus preceptos y lo recorrió personalmente padeciendo
por nosotros, pues no hubiera sufrido si no se hubiera humillado. ¿Quién sería
capaz de dar muerte a Dios si él no se hubiese rebajado? Cristo es, en efecto,
Hijo de Dios, y el Hijo de Dios es ciertamente Dios. Él mismo es el Hijo de
Dios, la Palabra de Dios, de la que dice San Juan: En el principio era la
Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios. Ella estaba al
principio junto a Dios. Por ella fueron hechas todas las cosas y sin ella no se
hizo nada. ¿Quién daría muerte a aquel por quien todo fue hecho y sin el cual
nada se hizo? ¿Quién sería capaz de entregarle a la muerte si él mismo no se
hubiese humillado? Pero ¿cómo fue esa humillación? Lo dice el mismo Juan: la
Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. La Palabra de Dios no podría ser
entregada a la muerte. Para que pudiera morir por nosotros lo que no podía
morir, la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. El inmortal asumió la
mortalidad para morir por nosotros, para con su muerte dar muerte a la nuestra.
Esto hizo Dios; esto nos concedió. El grande se humilló; después de humillado
se le dio muerte; muerto, resucitó y fue exaltado, para no abandonarnos muertos
en el infierno, sino para exaltar en sí en la resurrección final a quienes
exaltó ahora mediante la fe y la confesión de los justos (…) Pues si somos
soberbios, Dios nos opone resistencia; si somos humildes, Dios nos exalta,
porque resiste a los soberbios y, en cambio, da su gracia a los humildes, y
quien se exalta será humillado; quien, por el contrario, se humilla, será
exaltado» (San Agustín [354-430]. Sermón 23 A, 3).
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