viernes, 29 de agosto de 2025

EN COMUNIÓN CON LA TRADICIÓN VIVA DE LA IGLESIA 20250831

 



«Sigamos, pues, los caminos que él nos mostró, sobre todo el de la humildad, en que él se convirtió para nosotros. En efecto, él nos mostró el camino de la humildad con sus preceptos y lo recorrió personalmente padeciendo por nosotros, pues no hubiera sufrido si no se hubiera humillado. ¿Quién sería capaz de dar muerte a Dios si él no se hubiese rebajado? Cristo es, en efecto, Hijo de Dios, y el Hijo de Dios es ciertamente Dios. Él mismo es el Hijo de Dios, la Palabra de Dios, de la que dice San Juan: En el principio era la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios. Ella estaba al principio junto a Dios. Por ella fueron hechas todas las cosas y sin ella no se hizo nada. ¿Quién daría muerte a aquel por quien todo fue hecho y sin el cual nada se hizo? ¿Quién sería capaz de entregarle a la muerte si él mismo no se hubiese humillado? Pero ¿cómo fue esa humillación? Lo dice el mismo Juan: la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. La Palabra de Dios no podría ser entregada a la muerte. Para que pudiera morir por nosotros lo que no podía morir, la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. El inmortal asumió la mortalidad para morir por nosotros, para con su muerte dar muerte a la nuestra. Esto hizo Dios; esto nos concedió. El grande se humilló; después de humillado se le dio muerte; muerto, resucitó y fue exaltado, para no abandonarnos muertos en el infierno, sino para exaltar en sí en la resurrección final a quienes exaltó ahora mediante la fe y la confesión de los justos (…) Pues si somos soberbios, Dios nos opone resistencia; si somos humildes, Dios nos exalta, porque resiste a los soberbios y, en cambio, da su gracia a los humildes, y quien se exalta será humillado; quien, por el contrario, se humilla, será exaltado» (San Agustín [354-430]. Sermón 23 A, 3).

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