«El Señor se hospedó en casa de una piadosa mujer llamada Marta y que,
mientras ella se ocupaba de los quehaceres del servicio, su hermana María se
hallaba sentada a los pies del Señor, escuchando su palabra. Aquella se
afanaba, ésta holgaba; la primera daba, la segunda se llenaba. Entonces Marta,
muy atareada en aquella ocupación y quehacer de servicio, recurrió al Señor y
se quejó ante él de que su hermana no la ayudaba en la fatigosa tarea. Pero el
Señor se dirigió a Marta en defensa de María, constituyéndose en abogado de
esta él que había sido solicitado como juez por la otra: Marta, dice, estás
ocupada en muchas cosas, cuando una sola es necesaria. María ha elegido la
mejor parte, que no le será quitada. Hemos oído tanto el recurso como la
sentencia del juez, sentencia que responde a la recurrente y defiende a la que
él acogió bajo su tutela. María, en efecto, estaba atenta a la dulzura de la
palabra del Señor Marta estaba atenta a cómo alimentar al Señor, María a cómo
ser alimentada por el Señor. Marta preparaba un convite para el Señor; María
disfrutaba ya del banquete que era el Señor mismo. Por tanto, ante el recurso
al Señor elevado por su hermana, ¿Cómo pensar que María temiese que le dijera:
"Levántate y ayuda a tu hermana", estando como estaba escuchando su
dulce y suavísima palabra, puesta toda su atención en ser alimentada por él? La
retenía una extraordinaria suavidad, pues sin duda es superior la dulzura
experimentada por el espíritu que la experimentada por el estómago. Disculpada
María, se quedó sentada más tranquila. ¿Cómo fue disculpada? Prestemos
atención, fijémonos, indaguemos cuanto podamos: seamos alimentados también
nosotros» (San Agustín [354-430]. Sermón 104, 1).
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