«A los cincuenta días de la celebración de la Pascua, se le dio la ley
en el monte Sinaí, escrita de la mano de Dios. Viene la verdadera Pascua y
Cristo es inmolado: da el paso de la muerte a la vida. En hebreo, Pascua
significa paso; lo pone de manifiesto el evangelista cuando dice: Sabiendo
Jesús que había llegado la hora de "pasar" de este mundo al Padre. Se
celebra, pues la Pascua, resucita el Señor, da el paso de la muerte a la vida:
tenemos la Pascua. Se cuentan cincuenta días, viene el Espíritu Santo, la mano
de Dios. Pero ved cómo se celebraba entonces y cómo se celebra ahora. Entonces
el pueblo se quedó a distancia, reinaba el temor, no el amor. Un temor tan
grande, que llegaron a decir a Moisés: Háblanos tú; que no nos hable Dios, que
moriremos. Descendió, pues, Dios sobre el Sinaí en forma de fuego, como está
escrito, pero aterrorizando al pueblo que se mantenía a distancia y escribiendo
con su mano en las losas, no en el corazón. Ahora, en cambio, cuando viene el
Espíritu Santo, encuentra a los fieles reunidos en un mismo sitio; no los
atemorizó desde la montaña, sino que entró en la casa. De improviso se oyó en
el cielo un estruendo como de viento impetuoso; resonó, pero nadie se espantó.
Oíste el estruendo, mira también el fuego: también en la montaña aparecieron
ambos, el fuego y el estruendo; pero allí había además humo, aquí sólo un fuego
apacible. Vieron aparecer, dice la Escritura, unas lenguas, como llamaradas,
que se repartían, posándose encima de cada uno. Y empezaron a hablar en lenguas
extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería. Escucha a uno
hablando lenguas y reconoce al Espíritu que escribe no sobre losas, sino sobre
el corazón» (San Agustín [354-230]. Sermón 155).
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