viernes, 13 de diciembre de 2024

EN COMUNIÓN CON LA TRADICIÓN VIVA DE LA IGLESIA 20241215

 


 


«Porque, pues, era hombre de forma que en él se ocultaba Dios, ante él fue enviado un hombre importante, mediante cuyo testimonio se descubriese que era más que hombre. Y ¿quién es éste? Hubo un hombre. Y ¿cómo éste podría decir la verdad acerca de Dios? Enviado por Dios. ¿Cómo se llamaba? Su nombre era Juan. ¿Por qué vino? Este vino para testimonio, a dar testimonio de la luz, para que todos creyeran mediante él. ¿De qué clase era éste, para dar testimonio de la luz? ¡Algo grande, este Juan; mérito ingente, gran gracia, gran celsitud! Admíralo, sí, admíralo, pero como a un monte. Ahora bien, el monte está en tinieblas, si no se viste de luz. Admira, pues, a Juan sólo de forma que oigas lo que sigue -No era él la luz-, no sea que, por suponer que el monte es la luz, en el monte naufragues en vez de hallar solaz. Pero ¿qué debes admirar? El monte como monte. En cambio, yérguete hacia ese que ilumina el monte que está erguido para esto: para recibir, el primero, los rayos y comunicarlos a tus ojos. El, pues, no era la luz. Así pues, ¿por qué vino? Sino para dar testimonio de la luz. ¿Por qué esto? Para que todos creyeran mediante él. ¿De qué luz daría testimonio? Era la luz verdadera. ¿Por qué añade verdadera? Porque al hombre iluminado también se le llama luz; pero luz verdadera es la que ilumina. Verdaderamente, también a nuestros ojos se les llama luceros; y, sin embargo, si o de noche no se enciende una lámpara o de día no sale el sol, en vano están abiertos estos luceros. Juan, pues, era también luz así, pero no la luz verdadera, porque, no iluminado, era tinieblas, mas la iluminación lo hizo luz. Sin ella seguía siendo tinieblas, como todos los impíos» (San Agustín [354-4301. Evangelio de Juan. Tratado 2, 5-6).

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