EN COMUNIÓN CON LA TRADICIÓN VIVA DE LA IGLESIA 20241215

«Porque, pues, era hombre de forma que en él se ocultaba Dios, ante él
fue enviado un hombre importante, mediante cuyo testimonio se descubriese que
era más que hombre. Y ¿quién es éste? Hubo un hombre. Y ¿cómo éste podría decir
la verdad acerca de Dios? Enviado por Dios. ¿Cómo se llamaba? Su nombre era
Juan. ¿Por qué vino? Este vino para testimonio, a dar testimonio de la luz,
para que todos creyeran mediante él. ¿De qué clase era éste, para dar
testimonio de la luz? ¡Algo grande, este Juan; mérito ingente, gran gracia,
gran celsitud! Admíralo, sí, admíralo, pero como a un monte. Ahora bien, el
monte está en tinieblas, si no se viste de luz. Admira, pues, a Juan sólo de
forma que oigas lo que sigue -No era él la luz-, no sea que, por suponer que el
monte es la luz, en el monte naufragues en vez de hallar solaz. Pero ¿qué debes
admirar? El monte como monte. En cambio, yérguete hacia ese que ilumina el
monte que está erguido para esto: para recibir, el primero, los rayos y
comunicarlos a tus ojos. El, pues, no era la luz. Así pues, ¿por qué vino? Sino
para dar testimonio de la luz. ¿Por qué esto? Para que todos creyeran mediante
él. ¿De qué luz daría testimonio? Era la luz verdadera. ¿Por qué añade
verdadera? Porque al hombre iluminado también se le llama luz; pero luz
verdadera es la que ilumina. Verdaderamente, también a nuestros ojos se les
llama luceros; y, sin embargo, si o de noche no se enciende una lámpara o de
día no sale el sol, en vano están abiertos estos luceros. Juan, pues, era
también luz así, pero no la luz verdadera, porque, no iluminado, era tinieblas,
mas la iluminación lo hizo luz. Sin ella seguía siendo tinieblas, como todos
los impíos» (San Agustín [354-4301. Evangelio de Juan. Tratado 2, 5-6).
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